El yo. El yo poético. El yo egoísta. El yo deshecho. El yo
quebrado. El yo con otros. El yo conmigo que dejo y sigo siendo. El yo sin
origen en mi origen, que repasa y reescribe su pasado.
Me gustan los laberintos de espejos, confundidos,
reflejados, fríos, quietos; luego escucho los golpes, las caídas. No me veo y
mi imagen la devoran todos ellos.
A tientas rozando los cristales de las mil caras,
expresiones que desconozco; no son mías, no soy yo; me sigo buscando, palpando
el marco de mármol, el suelo de marfil, cayendo en un silencio mojado; cada vez
más oscuro, donde la luz recorre todos los rincones y yo sigo sin saber qué
vestido ponerme ni cómo conjuntar mi sonrisa.
El yo que maneja mis cuerdas que acaban envolviendo mi
cuello, que me dicen cuándo asentir, qué pasos dar y cómo darlos; que me
obligan a tropezar y a moverme con torpeza. Un yo roto, convertido en añicos. Señales,
heridas y cortes que modifican las palmas de mis manos, las líneas del tiempo,
de la vida, del futuro de un yo que yace inerte sobre los muelles oxidados de
los restos de una cama de hospital.
Y ahora estoy en una caja de reflejos vacíos y sin forma, de
muñecas magulladas en un yo sin identidad; y me envuelven los flecos y me
aprietan los lazos; caen guirnaldas y copos de nieve: me hielo. Y yo, que soy
sin ser, balanceo mi cuerpo al fondo de la sala, escondida en una personalidad
disfrazada de ego, siendo una más en un baile de máscaras.
Abrazo unos brazos que nos son mis brazos, repaso un torso
que no es mi torso; me caigo de bruces con un golpe seco, esperando a que me definan
y perfilen; que me hagan perfecta; un beso más que corre el carmín de mis
mejillas, que susurra un nombre que no es mi nombre y me encierra en un cuarto
que no es mi cuarto.
El yo que pretende quererse y que incrédulo, recita de
memoria las frases de otros labios, con otras voces que no me pertenecen. El yo
ingenuo que muda de piel cada noche, que promete que esos pasos son sus pasos.
El yo inocente que, a pataletas y embestidas, con el llanto en la garganta,
desgarrado por la rabia que recorre cada parte de su anatomía, golpea las
paredes de la jaula.
Yo, que me he quemado la huella de los dedos, desde el
índice hasta el meñique; que elijo el tono de mis comisuras y cómo recogerme el
pelo. Yo, que decido qué canción suena de fondo y qué marcas grabar en mis
caderas; yo, en mil escenarios de distintas mentes, que piensan y dejan de
pensarme, que existo tan rápido como me desvanezco, como se desvanecen los
recuerdos; yo, que no sé quién soy.
Andrea Pérez
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